Para los que no pudieron visitar las salas del Palacio Real de Milán, donde hasta el pasado julio estuvo la exposición más grande jamás dedicada al genial Leonardo Da Vinci, sepa que es en este punto de la ciudad italiana donde también comienza un interesante viaje para conocer cómo vivía, cómo trabajaba y hasta sus inquietudes culinarias.
Leonardo da Vinci fue hijo de una campesina, Caterina, y de Piero, un adinerado notario florentino, quien ha pasado a la historia como el paradigma del hombre universal no fue un niño que apuntara maneras hacia los negocios de su padre, sino todo lo contrario, ya que uno de los quebraderos de cabeza de su progenitor fue el hecho de que aprendiera latín y se curtiera en esas lides.
Pero quizá fue su progenitor el que también, desesperado por la falta de atención de Leonardo hacia el estudio, se centró en la capacidad que el pequeño tenía para inventar animales mitológicos que nacían de su intensa observación de la naturaleza, el verdadero espacio del que nacieron algunas de sus más ambiciosas obras: el Codex Altanticus y La última cena.
Y es en este punto, al hablar de sus obras más trascendentes, donde podríamos comenzar a dar los primeros pasos por ese Milán que sacó lo mejor del genio.
Amanece, Leonardo da Vinci
Leonardo solía amanecer por las mañanas en el Palacio Real, una construcción palaciega del siglo XIII, a la que allá por 1480 llegó para ponerse a trabajar para la dinastía de los Sforza, que fueron grandes mecenas para este gran hombre nacido en Vinci, localidad de la provincia de Florencia, en la región de Toscana. Es en esta localización milanesa donde instaló su taller, su estudio y donde, entre otros inventos, nació ese “caballo” que construyó en la plaza que separa al palacio del Duomo. Pero se trata de una obra que no llegó a nuestros días ya que, aunque la intención era construirlo en bronce, finalmente se realizó en terracota.
Aunque su creación fue ingente, y así se puede ver también en la magnífica Biblioteca Ambrosiana de esta ciudad, para asombro de todos, Leonardo no era un trabajador incansable, sino todo lo contrario, como se afana en destacar la guía que lleva a cabo un tour sobre el Milán de Leonardo da Vinci. “Era muy independiente, y trabajaba cuando quería”, les indica a los curiosos turistas que escuchan con atención cómo les explica que en este palacio también ideó el proyecto de máquina volante, lo más parecido a lo que hoy conocemos como helicópteros.

Pues bien, el hijo de la experiencia, salía desde aquí también en dirección a la Plaza del Mercado, donde iba a hacer la compra, o se la hacían, con minuciosas y detallistas listas, ya que era muy “desordenado” y necesitaba llevarlo todo anotado, según apunta la guía. Se trata de documentos que también pueden verse en la Biblioteca Ambrosiana, y dan buena muestra de su letra y sus inquietudes culinarias.
Esta plaza, que en la actualidad es uno de los rincones más recoletos de la ciudad, cuenta en uno de sus laterales con el Palacio de la Región, donde en la época de Leonardo da Vinci se situaba el mercado al que acudía diariamente.
En esta ruta es imposible saltarse el Castillo Sforzesco, el monumento más imponente de Milán, con permiso de la catedral. Un castillo que en 1450 fue reconstruido por Francesco Sforza, el padre de Ludovico Sforza, el jefe de Leonardo y quien le ordenó que decorara el interior. Allí, dentro de una de las torres, se encuentra un fresco impresionante que decora la llamada sala “delle Asse”. Aunque en la actualidad está siendo restaurado, se puede ver de forma parcial, y en él se pone de manifiesto el amor del pintor por la naturaleza, así como su revolucionaria técnica pictórica.
Una obra divina
Tras visitar este castillo, donde muchos milaneses van también a pasear, la ruta leonardesca nos lleva obligatoriamente a uno de los puntos álgidos de su obra: La última cena. Aunque la lista de espera para verla puede ser imposible de franquear si usted no prevé hacer la reserva con tiempo, sepa que algunos tours turísticos de la ciudad ofrecen esta visita dentro de la ruta que realizan diariamente, por lo que contratar uno de estos servicios se convierte en un acierto.
Anexo a la iglesia de Santa María de las Gracias (uno de los puntos más relevantes del Renacimiento milanés), en el convento de los Dominicos, se encuentra este fresco que ha llegado a nuestros días con un cincuenta por ciento de su aspecto original, ya que han sido muchos los avatares que han ido degradándolo. Aunque, con la última restauración, (que tuvo una duración de 22 años), la obra luce de la manera más parecida a como la pintó el artista.
En 1460, la familia Sforza ordenó la construcción de esta iglesia de la orden de los Dominicos y encargó a Leonardo la decoración de su interior, un trabajo que duró cuatro años y del que saldría esta impresionante La última cena o, como la llaman los italianos, Il Cenacolo. Situado en el refectorio de este convento dominico, el fresco se ha convertido en uno de los mayores reclamos de Milán, una auténtica joya de la pintura de 460 centímetros de altura y 880 cm de anchura, realizada con témpera y óleo sobre una preparación de yeso.
Pero la mala suerte o la mala planificación la han convertido también en una de las que más han sufrido. Solo hay que ver que, sesenta años después de su realización, llegó la primera desventura: la pared que acogía la obra tenía detrás la cocina de los monjes, de modo que los vapores que desprendían los pucheros provocaron un gran deterioro. Y ¿qué hicieron los monjes? Abrir una puerta para dejar correr el aire y así sesgar la obra parcialmente, de tal modo que los pies de los personajes centrales de la cena desaparecieron. Y así han llegado a nuestros días.
Ésta fue la primera, pero no la última, porque este “tratado científico del hombre“, como así lo consideran los expertos, se ha sometido a otras muchas con el objetivo de hacer que los doce apóstoles y Jesús sigan dando lecciones de anatomía, de historia y que se cultiven las teorías sobre la interpretación que Leonardo Da Vinci tuvo de este momento bíblico.
Por esta obra, por seguir las pisadas de Milán, por las compras, por la música que sale de la Scala o por pasear por el barrio de Navigli al atardecer, Milán bien merece una visita. Por eso y, ¡cómo no!, por disfrutar de una ciudad que ha sabido, como pocas, mezclar la vanguardia y la historia.